Recuerdo perfectamente cómo fue el reportaje de las fotos de mi Comunión…
Fuimos a la peluquería, la chica me enseñó varios peinados y, entre risas, elegí el que más me gustaba. Ella fue muy amable, y mi pelo quedó increíble. Todo parecía ir perfecto.
Luego, nos dirigimos al estudio y yo iba nerviosa, nunca me habían hecho una sesión de fotos y no solía ponerme vestidos tan bonitos. Era un día especial.

Cuando llegamos, había un señor detrás de un mostrador hablando con mis padres, y yo, en mi mundo, no me enteraba de nada. Ni siquiera me saludó.

Mi madre me acompañó a un pequeño trastero donde me puse mi maravilloso vestido con todos los detalles que tanto significaban para mí: la cadena de mi mamá, la esclava que me regaló mi tía, los pendientes de mi abuela, el reloj que me dio mi madrina… Todos esos pequeños regalos de cariño.
Finalmente, estaba lista para la sesión.

Al salir, el señor bajó uno de los fondos que tenía enrollados, eligió el que quiso, un fondo que parecía un jardín, y me dijo que me pusiera en el centro. Ahí estaba yo, como una princesita petrificada, mirando al señor que ni siquiera sabía cómo me llamaba, ni qué me gustaba, ni nada de mí. Solo quería salir corriendo. Las poses incómodas, el ambiente frío, todo muy rápido…
Las fotos… ahí siguen, guardadas en un cajón, con una expresión que no era la mía, sin vida, como si estuviera buscando escapar de esa situación.

Lo que quiero contarte no es que tengo malas fotos de mi Comunión, sino que esto no le va a pasar a tu hijo si decides confiar en mí.
Lo primero que hago es hacer sentir a los niños que ese día es su día, que es su sesión y que es algo único. Se trata de que se sientan cómodos, de que se diviertan, de que todo fluya de forma natural. Porque cada niño tiene su propia magia, y yo me encargaré de captarla, sin prisas ni incomodidades, solo con cariño y paciencia. ¡Al final, esas fotos serán un recuerdo lleno de amor y sonrisas genuinas!